EL DAÑO MORAL EN LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL: ¿UN RUBRO PREVISIBLE?

 

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Por: Daniel Horacio Coral Díaz

 

Sumario

Introducción -. I. De la responsabilidad civil y el daño moral. A. La responsabilidad civil contractual y los perjuicios resarcibles. B. El daño moral y los motivos que general su exclusión de la responsabilidad contractual. II. Posibilidad de inclusión del daño moral en la responsabilidad contractual. A. Doctrina y jurisprudencia favorables a esta tesis. B. El daño moral como perjuicio previsible en la responsabilidad contractual.

Resumen

La inadmisibilidad de la indemnización del daño moral dentro de la órbita de la responsabilidad contractual ha predominado a lo largo de la historia jurídica de occidente y, para precisarlo aún más, del derecho continental, aun cuando tal dogma ha encontrado mesurada resistencia en los recientes tiempos. Tal convicción, por muy enraizada que esté en la conciencia de los juristas castizos, comienza a tambalear frente a la contundente realidad, que invita a pensar que aquella no puede ser óbice para la correcta y justa reparación que, en ocasiones, y bajo ciertas circunstancias, las personas merecen. Así, muestras de ejemplos fácticos abundan, y resta, simplemente, desvanecer cualquier atisbo de restricción en este sentido e, incluso, examinar, según el caso, bajo qué asidero es dable que el daño moral, en fin, sea un rubro previsible de la responsabilidad contractual, lo cual, más que un aspecto meramente teórico, redunda en una necesidad con visos práctico y funcionales.

Palabras Clave

Daño moral – Responsabilidad contractual – Previsibilidad – Causa – Función social del negocio jurídico.

INTRODUCCIÓN

El presente trabajo tiene por objeto desmantelar un buen número de anodinos impedimentos que han hecho del daño moral un rubro de la indemnización reservado tradicionalmente a la responsabilidad extracontractual.

Bien sabido es que uno de los cánones de mayor asentamiento en el derecho occidental moderno es la distinción, a veces difusa, que opera entre la llamada responsabilidad contractual y la responsabilidad extracontractual o también denominada aquiliana, en tributo a las fuentes romanas de las que emana.

Esa brecha, inatacable desde los inicios de nuestra experiencia jurídica contemporánea, en ocasiones desencadena un entendimiento artificioso de la responsabilidad civil y, como es obvio, de sus aditamentos y requisitos, como también provoca controversias dogmáticas que en las más de las veces demandan una buena dosis de sensibilidad social para su resolución, la cual, como se evidencia a las claras con echar tan sólo un vistazo a los principales debates que pululan en la jurisprudencia, escasea.

El derecho es una institución que debe estar al servicio de la comunidad y, para ello, es menester su acoplamiento con los avances, las transformaciones y vicisitudes que sacuden a los pueblos con una intensidad abrumadora. Aquel no puede circunscribirse a pilares de vieja data que brillan por su anacronismo y que tan sólo conducen a juicios inequitativos y discusiones bizantinas.

No obstante, al ser el derecho maniobrado, en gran medida, por operadores que en su obcecación, más por desidia que por cualquier otra cosa, se adhieren a lo que una norma o posición jurisprudencial dictan, como si se trataren de verdades absolutas, y no atienden a la función social de las figuras que emergen dentro del mismo seno de las relaciones negociales, la cuestión se torna en una entelequia de errante ejecución.

Con todo, este escrito tan sólo pretende plantear una inquietud surgida en razón del estudio de la responsabilidad civil contractual, y más precisamente en lo que respecta a los rubros que aspira a reparar. En síntesis, el centro del problema radica en lo que ha sido denominado, incluso legalmente, como daño moral, y que, en el estado actual de las cosas, aun cuando los avances en otro sentido se han hecho presentes, tan sólo aparece, cuando menos en el entendimiento jurisprudencial, como un componente exclusivamente resarcible en el ámbito de la responsabilidad civil extracontractual. Ante esa limitación conceptual y práctica no en vano cabe preguntarse si, en fin, es valedera una exclusión total de dicho factor en el terreno de los contratos y en relación con los bienes que circulan a su compás; esto por cuanto su perturbadora presencia en hipótesis cotidianas revelaría que semejante ostracismo no obedece sino a motivos de índole ancestral y estéril.

Así, el plan a seguir será el siguiente: en un primer momento explicaré la naturaleza teórica de la responsabilidad civil y aludiré sucintamente a las clases de perjuicios que son objeto de reparación; luego, procederé a ahondar en el estudio del daño extrapatrimonial, en cuanto noción, aprovechando la oportunidad para exponer los principales argumentos en contra de su inclusión en la responsabilidad contractual. En un tercer término, del todo concatenado con los dos anteriores, pasaré revista sobre algunas posiciones doctrinales en favor de la tesis que defiendo, y daré resumida cuenta del tumultuoso estudio jurisprudencial que la Corte Suprema de Justicia colombiana ha adelantado al respecto; finalmente, plantearé la cuestión desde mi óptica y expondré las disquisiciones que en su nombre he efectuado.

I. DE LA RESPONSABILIDAD CIVIL Y EL DAÑO MORAL

A. LA RESPONSABILIDAD CIVIL CONTRACTUAL Y LOS PERJUICIOS RESARCIBLES

Sea aquí la oportunidad de referirme, de forma somera, a algunos conceptos indispensables para el entendimiento del presente escrito.

La responsabilidad civil es una institución jurídica que se sintetiza, básicamente, en la indemnización de perjuicios derivados de un supuesto de hecho en el que una persona ha sufrido un daño injusto que merece ser reparado. Al decir de algunos, como el profesor Guillermo Ospina Fernández, el fundamento filosófico de la materia es el principio general de derecho, tal vez el de mayor raigambre y antigüedad:

“…cual es el de no perjudicar a otro injustamente (neminem laedere) y que se traduce en el deber que pesa sobre toda persona, por el hecho de vivir en sociedad, de observar una conducta prudente y cuidadosa para que en el ejercicio de sus numerosas actividades y de sus derechos no lesione injustamente a otro (…) La violación de este deber compromete la responsabilidad del agente y le acarrea, en consecuencia, la obligación de indemnizar los daños causados” (Ospina, 2005, pág. 87).

Cabe aquí resaltar la posición del citado autor, al cual me referiré en varias oportunidades a lo largo de este ensayo, para quien el fundamento universal de la responsabilidad civil da pie para considerar que un dualismo contractual-extracontractual es del todo ilusorio y peca por espurio.

Con todo, aquí tan sólo cabe subrayar que el tratamiento legal, doctrinal y jurisprudencial, sino total, sí mayoritario, al respecto es el de fraccionar el ámbito de la responsabilidad civil en esos dos grandes campos: el uno, el contractual, referido a las relaciones negociales que implican un ligamen jurídico entre dos personas, acreedor y deudor, y que con ocasión del incumplimiento total o parcial desatan la obligación de reparar los perjuicios que se han generado; y el otro, el extracontractual, atinente al régimen deducido de “una conducta ilícita, dolosa o culposa, sin que el agente esté vinculado a la víctima del daño por una obligación concreta” (Ospina, 2005, pág. 87), esto es, aquel que comprende el encuentro social ocasional.

Esta distinción, fuera de todo reparo que pueda hacérsele, implica consecuencias prácticas que a renglón seguido pasaré a mencionar. Pero antes de ello, continuando con el orden preestablecido, aludiré a los varios componentes que estructuran la responsabilidad civil contractual.

El primero de ellos es el daño, esto es, el detrimento que ha sufrido la persona en razón del incumplimiento, y que bien podría definirse en los términos, globales, que el doctor Juan Carlos Henao nos plantea:

“Daño es toda afrenta a los intereses lícitos de una persona, trátese de derechos pecuniarios o no pecuniarios, de derechos individuales o de colectivos, que se presenta como lesión definitiva de un derecho o como alteración de su goce pacífico y que, gracias a la posibilidad de accionar judicialmente, es objeto de reparación si los otros requisitos de la responsabilidad civil –imputación y fundamento del deber de reparar- se encuentran reunidos”. (Henao, 2015, pág. 280)

La anterior comprensión del daño me lleva a enunciar, simplemente, los dos requisitos restantes: la culpa del deudor y la constitución en mora. No precisaré en torno a su noción por no ser objeto del presente ensayo. Por ahora es de mi resorte horadar en los conceptos del daño patrimonial y extrapatrimonial.

El daño patrimonial es aquel cuya entidad es de carácter pecuniario y que recae sobre factores de entera apreciación económica. A su vez, está integrado por el daño emergente y el lucro cesante, conceptos ambos especificados por el Código Civil en el artículo 1614, y que significan, respectivamente, la pérdida efectiva de dinero, esto es, lo desembolsado en razón de no haberse cumplido la obligación, y lo que se dejó de percibir por el mismo motivo.

De otro lado, el daño extrapatrimonial se concreta en aquellos perjuicios de corte no pecuniario que se traducen en afectaciones a la esfera moral y personal del individuo, y que pueden repercutir en el menoscabo de sus derechos fundamentales y personalísimos.

Fuera de lo anterior, en la responsabilidad civil contractual tan sólo son indemnizables, por expresa disposición legal, los perjuicios directos, género que abarca aquellos de corte previsible e imprevisible. Los primeros serán los que de modo corriente, normal, pudieron derivarse del incumplimiento y que no escapan al pronóstico común; en contraposición a los segundos, que insólitamente se produjeron y que tan sólo son resarcibles cuando hubo dolo, culpa grave o, incluso, por vía de estipulación contractual a propósito.

Ahora bien, es importante subrayar que

“conforme a la tesis de la dualidad de la responsabilidad civil, una de las grandes diferencias entre las dos especies que la integran es la extensión de la reparación. Así, se sostiene con fundamento en el artículo 1616 CC que en materia contractual sólo es indemnizable el perjuicio previsto o previsible a la hora de celebrar el contrato, salvo que se pueda imputar dolo al deudor. Por su parte, en materia extracontractual son indemnizables, según la doctrina, todos los perjuicios que haya sufrido la víctima, pues el artículo 2341 CC dispone, sin más, que ‘el que ha cometido un delito o culpa, que ha inferido daño a otro, es obligado a la indemnización’. En consecuencia, la reparación del daño extrapatrimonial solo tendrá cabida en el ámbito de la responsabilidad aquiliana, porque no es previsible que un daño de esa clase se produzca al interior del contrato, que es, conforme a esta postura, una institución destinada a regular los intereses pecuniarios de las partes”. (Jaramillo & Robles, 2014, pág. 504).

Lo anterior da pie para entrar a hablar del daño extrapatrimonial y en específico del daño moral, el cual es de suyo excluido en el ámbito de la responsabilidad contractual.

B. EL DAÑO MORAL Y LOS MOTIVOS QUE GENERAN SU EXCLUSIÓN DE LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL

La causación de un daño no sólo repercute en la órbita patrimonial del individuo sino que, y ya es algo pacíficamente aceptado en la doctrina, implica una serie de consecuencias en su esfera moral y personal o, mejor dicho, que se insertan en el terreno, inhóspito para el derecho, de todo aquello que no es cuantificable en términos económicos, sino que se ciñe a pautas de contorno sentimental y afectivo. Dentro de esa categoría se encuentran los perjuicios morales, que no son más que el sufrimiento y la congoja de la persona, y el daño en la vida de relación, que se traduce en la imposibilidad del sujeto afectado para realizar el conjunto de actividades que con la mayor naturalidad desempeñaba antes del acaecimiento del daño.

Estos rubros, de suyo inasibles para la doctrina tradicional, han sido reconocidos abiertamente en el campo de la responsabilidad extracontractual, hito que tuvo su origen, cuando menos en lo concerniente al daño moral, en las sentencias de la Corte Suprema de Justicia colombiana, Sala de casación Civil, del 21 de julio de 1922 y del 22 de agosto de 1924, en el famoso caso Villaveces, cuyo precedente significó la expansión de la indemnización de perjuicios a dimensiones antes impensadas.

Ahora bien, fue notable la reticencia a reconocer el daño extrapatrimonial, y en especial el daño moral, ya sea en un sentido general o en el ámbito de la responsabilidad contractual.
El profesor Felipe Navia nos resume cabalmente los argumentos que en contra se esgrimieron, en el sentido general, de la siguiente manera:

“Quienes se oponen al resarcimiento del daño moral, Savigny a la cabeza, apoyan conclusión tan tajante en argumentos de carácter ético, lógico y práctico. Desde el primer punto de vista, alegan que la indemnización del daño moral, y no se trata de un simple juego de palabras, sería contraria a la ética, puesto que es incorrecto fijarle un valor a los sentimientos y a los afectos, lo que equivaldría a convertirlos en una especie de mercancía y someterlos a las leyes del mercado; por los demás, tal proceder sería injurioso para la propia víctima”.
“En cuanto a la lógica, se señala que el fin de la responsabilidad, que no es otro que el de restablecer a la víctima en la situación en que se encontraba antes de experimentar el daño, no podría ser cumplido en estos casos, ya que, en efecto, el pago de una suma de dinero no puede, verbigracia, borrar el sufrimiento que experimenta una persona, como tampoco restablecer su honor herido.
“Y, en fin, desde un punto de vista práctico, habría que despejar la duda, por definición insuperable, de cómo o de acuerdo con qué criterios se fijaría el valor del daño causado. ¿No sería la indemnización en estos casos completamente arbitraria?” (Navia, 2013, pág. 292).

Y de igual forma, se encarga de rebatirlos, uno por uno, así:

“A todos ellos [los argumentos] resulta fácil responder, respectivamente, afirmando que más inmoral sería dejar sin condenar a quien causó el daño so pretexto de la dificultad para valorarlo; que reparar no equivale a borrar el daño, y esto es evidente aún en tratándose de daños materiales (…). En fin, que la dificultad para determinar el monto de la indemnización, si bien es mayor que en el caso de los perjuicios patrimoniales, no es insuperable, pues se trata, no de fijar con exactitud matemática un valor equivalente, sino de medir la suma de dinero necesaria, repito, no para borrar lo imborrable, sino para procurar una compensación que ayude a la víctima a superar el daño causado”. (Navia, 2013, pág. 292).

Asimismo, es loable la contribución de Camila Jaramillo Sierra y Paula Robles a la hora de especificar cuáles razones se suman a la cruzada en contra de la inclusión del daño extrapatrimonial en los contratos, premisas que, según las autoras, ya han sido, con el paso del tiempo, devaluadas:

Es menester establecer las razones en la que se fundamentaron parte de la doctrina y la jurisprudencia del sistema de derecho romano para negar la procedencia de la reparación del daño extrapatrimonial contractual. Podríamos sostener que son dos los tipos de argumentos esenciales que sustentan esta tendencia. De un lado, encontramos el equivocado sentido que se le dio al requisito de la patrimonialidad de la prestación, y del otro, la interpretación restrictiva que doctrina y jurisprudencia hicieron de las normas de su respectivo Código Civil sobre la materia (Jaramillo y Robles, 2014, pág. 507).

En relación con el primero, sostienen que consiste en “asimilar la patrimonialidad de la prestación a la patrimonialidad del interés del acreedor” (Jaramillo y Robles, 2014, pág. 507), y lo cual resulta entendible, puesto que una cosa es que el objeto del contrato sea un bien cuyo valor económico esté predeterminado, y otra que el acicate de su disposición corresponda a finalidades pecuniarias o no, consideración no menor cuya inadvertencia

“condujo a que en materia contractual la indemnización por incumplimiento se haya entendido únicamente referida a los conceptos (…) de daño emergente y lucro cesante; con lo cual se negaba la posibilidad de incluir dentro de la ‘reparación’ los perjuicios de orden extrapatrimonial, pues, de aceptarlos, la prestación objeto de la obligación habría quedado sin uno de sus requisitos esenciales para tener existencia jurídica, cual es el de su patrimonialidad” (Jaramillo y Robles, 2014, pág. 507).

Ya en lo tocante al segundo argumento, puede reducirse a la interpretación errónea del artículo 1613 del Código Civil colombiano, en el entendido de que, al tenor de tal precepto, en la indemnización de perjuicios tan solo están comprendidos el daño emergente y el lucro cesante, estrechez terminológica que hace pensar en un fundamento legal y, por lo tanto, definitivo, en contra de la cuestión aquí analizada.

Pero ¿en verdad ello tiene que ser así? ¿Acaso la rigidez conceptual planteada por la misma ley debe sobreponerse a lo que la lógica social impone?

No sobra, de todos modos, y para concluir este acápite, sintetizar la reticencia aludida en las palabras de un prolífico autor, que sostenía:

“En materia de obligaciones convencionales, el perjuicio moral no puede tomarse en consideración. Los contratos tienen por objeto intereses pecuniarios; las indemnizaciones demandadas por el acreedor suponen, pues, un interés de dinero; en este sentido es en el que se dice que no hay acción sin interés” (Laurent, 1914, pág. 376).

2. POSIBILIDAD DE INCLUSIÓN DEL DAÑO MORAL EN LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL

A. DOCTRINA Y JURISPRUDENCIA FAVORABLES A ESTA TESIS

La doctrina, en relación con el tema desarrollado hasta el momento, ha mostrado una constante y progresiva evolución, tomando como punto de partida, incluso, algunos avances de corte legal que en la materia, y en el caso colombiano, se han venido dando.

Al respecto, el profesor Felipe Navia nos dice lo siguiente:

“Por lo que dice relación con el llamado daño moral contractual, debe anotarse que en Colombia, a diferencia de lo ocurrido en Chile, en donde hasta hace apenas unos años era negada esa posibilidad, las oscilaciones de la jurisprudencia en pro y en contra, durante las décadas de los cuarentas y cincuentas del siglo pasado, fueron definitivamente resueltas por el legislador a favor de la tesis positiva. En efecto, el artículo 1006 del Código de Comercio, expedido en 1971, dispuso que ‘los herederos del pasajero a consecuencia de un accidente que ocurra durante la ejecución del contrato de transporte, no podrán ejercitar cumulativamente la acción contractual transmitida por su causante y la extracontractual derivada del perjuicio que personalmente les haya inferido su muerte; pero podrán intentarla separada o sucesivamente. En uno y otro caso, si se demuestra, habrá lugar a la indemnización del daño moral’. Disposición que, por analogía legis, es aplicable a todos los casos en que el incumplimiento de obligación contractual lesione un bien de la personalidad con repercusiones en la vida de relación y en los sentimientos y afectos de la contraparte”. (Navia, 2013, pág. 298).

El anterior extracto es supremamente valioso para los intereses de este escrito; por un lado, menciona el artículo 1006 del Código de Comercio que, en caso de probarse el daño moral, puede ser indemnizado en sede de responsabilidad contractual; y, por otro, señala que semejante pieza legal sirve de instrumento para, por analogía, aplicarla a cuanto contrato devele, en caso de incumplimiento, un perjuicio moral. Así también lo expresan otros autores:

“Felizmente, el legislador colombiano ha venido consagrando en forma expresa la indemnización de perjuicios extrapatrimoniales en materia contractual, condenando así, de manera indirecta, la doctrina que los negaba. En efecto, el artículo 1006 del Código de Comercio, establece que los perjuicios derivados del incumplimiento del contrato de transporte de pasajeros da lugar a la indemnización, no solo de los perjuicios materiales, sino también de los morales que aparecieron demostrados”. (Tamayo Jaramillo, 1999, pág. 157)

Pues bien, la jurisprudencia colombiana, en especial la de la Corte Suprema de Justicia, ha sido ambivalente en el manejo del asunto.

Es así como

“En los primeros fallos de los que tenemos referencia [Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Civil, sentencias del 28 de septiembre de 1937 M.P.: JUAN FRANCISCO MUJICA; del 25 de noviembre de 1938 M.P.: RICARDO HINESTROSA DAZA; del 30 de agosto de 1940, M.P.: RICARDO HINESTROSA DAZA; del 23 de abril de 1941, M.P.: ANÍBAL CARDOSO GAITÁN] la Corte se muestra abierta a admitir la posibilidad de que en materia contractual resulten reparables los perjuicios extrapatrimoniales, incluso en casos en los que el contrato en virtud del cual se demandaba su reparación no implicaba prestaciones que involucraran derechos de la personalidad del acreedor.
“Y en el caso contrario, de que el contrato sí implicara prestaciones de tal índole, como lo es el contrato de transporte de personas, la Corte entendió que el mismo implicaba la obligación del transportador de llevar sanos y salvos a los pasajeros a su lugar de destino, lo que supondría admitir (…) que los derechos de la personalidad de las partes sí pueden ser parte de los intereses involucrados por un contrato”. (Jaramillo y Robles, 2014, pág. 514).

A las claras se evidencia cómo la Corte de Oro, caracterizada por un entendimiento excelso del derecho, daba cabida, sin mayor inconveniente, a este tipo de daños en materia contractual.

Sin embargo, posteriormente la jurisprudencia de la Corte fue modificándose (Corte Suprema de justicia, Sala de Casación Civil, sentencias del 29 de julio de 1944, M.P.: JOSÉ MIGUEL ARANGO; del 20 de febrero de 1945, M.P.: HERNÁN SALAMANCA) de modo que se inadmitiera esa orientación, con base en reflexiones descabelladas: se pensó que la reparación del daño moral en materia contractual equivaldría a una doble indemnización, conclusión esta que, contradictoriamente, en el ámbito de la responsabilidad extracontractual no se daría; o que el daño moral, al tener como fuente al mismo individuo, que en su interior se veía afrentado, no podía ser indemnizado, pues sería tanto como reconocer que el perjuicio infringido por uno mismo debería ser reparado por otra persona.

Con todo, a raíz de la expedición del Código de Comercio de 1971, y de la puesta en vigencia de su artículo 1006, ya citado, la jurisprudencia ha morigerado ese entendimiento absurdo y en ya varios fallos (entre ellos, los de la Corte Suprema de justicia, Sala de Casación Civil, sentencias del 8 de mayo de 1990, M.P.: EDUARDO GARCÍA SARMIENTO; del 12 de julio de 1994, M.P.: PEDRO LAFONT PIANETTA; del 18 de octubre de 2005, M.P.: PEDRO OCTAVIO MUNAR) ha reconocido la incidencia del daño moral en controversias que versan sobre contratos cuyo objeto se vincula directa o indirectamente a derechos personalísimos.

Con todo, es tiempo de invocar dos referentes de altísima utilidad para este texto, que más allá de admitir el daño moral en la responsabilidad contractual, lo aceptan como un apéndice de los perjuicios que pueden a llegar a presentarse en una posible relación entre el hombre y las cosas.
Ciertamente, el objetivo principal de este trabajo, como ya se indicó, es el de señalar la gran probabilidad de que las personas se perjudiquen, moralmente, por la pérdida de sus bienes, en el entendido de que hayan establecido un nexo afectivo con ellos.

Es así como el profesor Guillermo Ospina Fernández, con una claridad y precisión insuperables, expone lo siguiente:

“En punto de la responsabilidad extracontractual por el hecho ilícito, es axioma en la doctrina que el agente del hecho debe indemnizar tanto los perjuicios materiales como los morales que le haya irrogado a la víctima. Pero en materia de responsabilidad contractual, esto es, la que abarca todo el campo del incumplimiento de las obligaciones de contenido económico, una larga tradición doctrinaria negaba la indemnización de los perjuicios morales, con el argumento superficial de que no se ve cómo el incumplimiento de tales obligaciones patrimoniales pueda lesionar moralmente al acreedor. Hasta se ha llegado a hacer de esta cuestión uno de los criterios claves para distinguir dichas especies de responsabilidad.
“Así, por ejemplo, si una persona da muerte a un padre de familia, no se vacila en afirmar que aquella debe indemnizar a los hijos de este, no solo por los perjuicios materiales que ellos experimentan al perder el apoyo económico que dicho padre les prestara, sino también el daño moral, v.gr., el dolo sufrido por la falta del ser querido. Por el contrario, si el comisionado para trasladar los restos mortales de los padres del comitente de un cementerio a otro, o si el depositario de los únicos retratos existentes de aquellos los deja perder culposamente, o si el cirujano le ocasiona al paciente una desfiguración facial, al excluirse la indemnización por tan evidentes lesiones morales, so pretexto de tratarse de hechos de responsabilidad contractual, en el primer caso el comisionado infiel quedaría impune, porque los huesos de los padres no tienen cotización comercial; en el segundo, descartado el valor afectivo de los retratos, la indemnización se reduciría al precio en el mercado de unos cuadros de las calidades materiales que se lograran establecer en el proceso; y en el tercero, si la desfiguración no repercute en la capacidad económica del paciente, su sola depresión moral sería intrascendente. Dícese también, en pro de la tesis que pretende excluir la indemnización de los perjuicios morales del campo contractual, que la estimación de estos, las más de las veces, es muy difícil y hasta imposible.
“Pero la doctrina moderna ha reaccionado con la precitada tesis, por carecer ella de todo fundamento racional. Como lo demuestran los ejemplos anteriormente propuestos, la equidad reclama con igual vigor la indemnización del perjuicio moral en el campo extracontractual y en el contractual”. (Ospina, 2005, pág. 122).

La solidez de la argumentación del profesor Ospina no deja lugar a las dudas: si el derecho tiene una proyección latente hacia las soluciones justas, es necesario que, en este tópico, se deje de formalismos y rémoras de inusitada aceptación, y prohíje al daño moral dentro de la responsabilidad contractual.

Maquinaciones de ese calibre han sido desplegadas por distintos doctrinantes, como es el caso de los hermanos Mazeaud, que, varias décadas antes, ya alertaban de la imperiosidad de reconocer el daño moral en la responsabilidad contractual, en los siguientes términos:

“No existe ninguna razón para tratar de manera diferente, desde nuestro punto de vista, los dos órdenes de responsabilidad. Todos los argumentos invocados a favor de la reparación del perjuicio extrapecuniario en materia de responsabilidad delictual valen también cuando se trata del incumplimiento de un contrato. Tanto en uno como en otro caso, el abono concedido por daños y perjuicios desempeñará satisfactoriamente su papel. Y cabe incluso decir que sería más inicuo en materia contractual que en materia delictual negarle una satisfacción a aquel cuyo patrimonio moral ha sido lesionado; porque ha tenido el cuidado de celebrar una convención para asegurarse una ventaja de orden extrapecuniario (…) ¿Cómo concederle el abono de daños y perjuicios al que padece sufrimientos por la culpa de un tercero y no por la de su médico o por la de su transportista? ¿Cómo negarle todo recurso al que haya comprado un retrato, precioso recuerdo de familia, so pretexto de que la pintura carece de valor pecuniario?” (Mazeaud & Tunc, 1977)

De igual manera, la jurisprudencia no ha sido ajena a la evaluación de estas circunstancias. Muestra emblemática de tal afirmación es la sentencia del 25 de mayo de 2005, con ponencia de Pedro Octavio Munar Cadena, en la que,

“con ocasión de un contrato de prenda sobre unas joyas dadas en garantía, se solicita la indemnización de los perjuicios morales que el deudor prendario sufrió como consecuencia de la pérdida culposa de las mismas. Aquí, si bien la Corte niega la indemnización, lo hace únicamente con base en la insuficiencia del material probatorio para acreditar el valor de afección que las joyas tenían para el demandante. Lo que, contrario sensu, significa que de haberse probado adecuadamente esta circunstancia se habría procedido al reconocimiento de la indemnización correspondiente al perjuicio extrapatrimonial sufrido. Por tanto, a nivel contractual los daños extrapatrimoniales pueden sufrirse, no solo en aquellos contratos cuyas obligaciones impliquen bienes de la personalidad, sino también en aquellos contratos en los que se regulan intereses puramente patrimoniales de las partes, y en esa medida la única condición para su reparación es la plena prueba de su padecimiento”. (Jaramillo y Robles, 2004, pág. 524).

B. EL DAÑO MORAL COMO PERJUICIO PREVISIBLE EN LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL

Llegado a este punto, me resta exponer mi opinión sobre el tema. La cuestión es bastante sencilla: estoy totalmente a favor de que en la responsabilidad contractual se indemnicen tanto los perjuicios materiales como los morales. Esto por cuanto, a mi modo de ver, y dentro de un esquema de reparación integral, es inaceptable que se excluya la indemnización extrapatrimonial, dado que el mundo actual, la forma de vida moderna, demandan una protección del cúmulo de simpatías y ligámenes afectivos que se generan entre la personas y sus bienes, y más cuando estos hacen parte esencial de su cotidianidad o de una tradición familiar, por tan sólo poner unos ejemplos.

No es posible que se critique esta postura arguyendo que es antiético que las personas se apeguen a las cosas, lo cual, se dice, se vería reflejado al reclamar las primeras un perjuicio moral con ocasión de la pérdida de las segundas. Puede que, en una sociedad primitiva, en la que los bienes simplemente tuvieran una utilidad práctica y de producción, en teoría, se mostrara del todo reprochable que los individuos se encariñaran con los mismos dada su naturaleza fungible; argumento este, de tinte filosófico, que a lo mejor indujo a las codificaciones a sentar reglas tan restrictivas como la del artículo 1613 del estatuto civil colombiano.

De cierta forma, se diría, la comercialización de los sentimientos, de suyo indecentes, en cuanto su origen directo fueran las cosas, se intensificaría y haría palidecer una, de por sí tímida, moral cristiana, tan supuestamente ajena a la obsesión por las fortunas terrenales. Pero en el estado actual de las cosas, con un mundo cada vez más movilizado con base en recursos como el celular, la televisión y los mismos computadores, innegablemente arraigados en nuestra cotidianidad, se muestra irracional el mantenimiento de una actitud vetusta y cargada de severidad inane.

De igual modo, cabe subrayar un desatino jurídico que aún hoy en día hace curso en nuestro sistema: si se admite el daño moral y, en fin, el extrapatrimonial en la responsabilidad extracontractual, es consecuencia inminente que haya lugar a su reparación efectiva, pero ¿bajo qué términos? Es decir, ¿con qué se indemniza algo que solamente quien lo siente, quien lo percibe en su interior, puede calibrar a ciencia cierta? Pues bien, la respuesta obvia, lógica, es con dinero, al igual que se indemnizan los perjuicios materiales. Y no critico que el daño moral sea compensado así: entiendo la función compensatoria de tal operación; lo que me parece incomprensible, y que denota la incoherencia intrínseca de nuestro ordenamiento en la materia, es que se rechace tal rubro en la responsabilidad contractual con el pretexto de una inverosímil “mercantilización” de los sentimientos.

Tamaña contradicción resalta aún más si se la asemeja a un ejemplo de talante coloquial: la inconsistencia equivaldría a decir que, si en una pared de mi casa surge una fisura, y voy a un establecimiento a solicitar su reparación, en este se me ofreciera, en vista de que resulta imposible volver las cosas a su estado anterior, una cinta adhesiva para que, cuando menos, el desperfecto no se note tanto; pero, en contrapartida, si por mi propia iniciativa exigiera que se me entregara la misma cinta adhesiva para alivianar avería de igual naturaleza, pero acaecida, verbigracia, en el suelo, y no ya en la pared, se me negara tal petición, con fundamento en que tal deterioro es dable que se produzca en una parte, y no en la otra: perspectiva abiertamente en contravía de la realidad y los hechos. De igual manera sucede en el plano jurídico: en sede de responsabilidad extracontractual, al daño moral se lo repara con una suma dineraria que, guardadas las proporciones, haría las veces de la citada cinta adhesiva; pero en lo que respecta a la responsabilidad contractual, incluso, se parte del supuesto de que el mismo daño moral, la fisura, en el ejemplo aludido, ni siquiera existe: de ahí que, al reclamarse, haya una negativa, del todo insensata, y que, cuando menos, en los tiempos ulteriores, ha dejado de dominar en los cauces doctrinales del derecho.

De otro lado, situaciones del diario vivir en que el daño moral se muestra como un perjuicio previsible en caso de incumplimiento contractual hay muchas. Piénsese en un contrato de comodato en que el comodante presta una vajilla de incomparable estimación, no sólo por su valor de mercado, sino porque ha sido una pieza tradicional de la familia, que ha pasado de generación en generación; si la vajilla se perdiera por culpa del comodatario, ¿no se haría evidente la necesidad de pedir una indemnización por el sufrimiento que el extravío genera en la esfera moral del comodante? De seguro sí.

Pero, y ahora cabe preguntarlo, ¿cómo se haría previsible, y por tanto indemnizable aun cuando no haya dolo, el daño moral en los contratos? Aquí se echaría mano de dos figuras bastante convenientes al respecto: en primer lugar, la causa: en efecto, si desde la misma celebración del contrato, o incluso en su antesala, se hace patente que el móvil del mismo por una de las partes tiene que ver con la especial apreciación que del bien hace, y así lo comprende su contraparte, nada frenaría que, en caso de incumplimiento, el sujeto en cuestión pretendiera que se le indemnizara el daño moral que ha sufrido.

Y, en un segundo lugar, también se podría acudir a la función social del negocio jurídico, pues si bajo las mismas circunstancias este cumple una intención expresa o tácita en relación con el notorio aprecio del bien, soslayar el designio práctico de las partes sería del todo inequitativo.
Con base en lo expuesto hasta aquí es que concluyo que el daño moral en la responsabilidad contractual, si es debidamente acreditado, al punto de llegar al convencimiento pleno del juez que dirime el conflicto, puede y debe ser un rubro indemnizable, postulado que se enardece si se tiene en cuenta que, en algunos negocios, inclusive, puede ser un componente previsible de la plena reparación del daño.

BIBLIOGRAFÍA

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