LA RELATIVA INTANGIBILIDAD DEL CONTRATO: DE SU INTERPRETACIÓN LITERAL A SU ADAPTACIÓN SEGÚN BUENA FE

 

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POR: MILAGROS KOTEICH

 

Sumario

1. La vinculación absoluta a la palabra dada proviene de la ‘fides’. 2. La exigencia de corrección y rectitud en el comportamiento proviene de la ‘bona fides’. 3. La función integradora de la voluntad de las partes que absuelve la ‘bona fides’. 4. La cláusula ‘rebus sic stantibus’. 5. La ‘bona fides’, en el marco de la excesiva onerosidad sobrevenida, puede ser fuente de responsabilidad civil. 6. Reflexión final.

1. La vinculación absoluta a la palabra dada proviene de la ‘fides

Al tiempo que el principio de autonomía privada se introduce en campos que inicialmente le estaban vetados (como por ej., en los derechos reales, cuya tipicidad se ve de algún modo mermada por la creación de vínculos de carácter real a través de relaciones de naturaleza obligatoria –se piensa, por ejemplo, en el régimen de multipropiedad-) , su fuerza, alguna vez absoluta, se ve hoy morigerada.
Esa superación del rigor de la norma contractual -que en virtud de la autonomía se dan las partes-, se corresponde en realidad con la propia evolución del concepto de Fides y, luego, de la Bona Fides puesto que no fue sino a partir del primero de estos conceptos que se entendió inicialmente vinculante en forma absoluta la palabra dada; y no será sino con base en la buena fe que luego -casi paradójicamente- la ciencia jurídica reclamará la adaptación del contrato devenido excesivamente oneroso sin culpa del deudor.

En efecto, de acuerdo con TITO LIVIO (59 a.C. – 17 d.C.), en principio fue el respeto a la Diosa Fides -y no a una ley o norma en particular- lo que hizo ineludible los compromisos contractuales . Más exactamente, los romanos entendían que las partes quedaban inexorablemente vinculadas entre sí desde que cumplieran con la formalidad propia de la Fides, consistente en el acto de estrechar la mano derecha (donde, de hecho, residía el simbolismo de la Diosa, que se consideraba depositaria de la salud humana, o “causa de la felicidad de los hombres”) con la voluntad de asumir una promesa o pacto; fuese entre particulares o entre pueblos .
Proceder conforme con la fides en la antigüedad, consistía en definitiva en “ser de palabra, tener palabra; sentirse ligado a la propia declaración” , tal como lo revelan las propias fuentes; entre las cuales:

Cicerón, De officis, 1, 7, 23: “Fit quod dicitur”.

Cicerón, De re publica, 4, 7, 21: “Fides enim nomen ipsum mihi videtur habere, cum fit quod dicitur” (me parece que a la buena fe se ha dado ese nombre, porque por ella se hace lo que se dice).

D. 19.2.21, Iavolenus, Libro 11 epistularum: “Bona fides exigit, ut quod convenit fiat” (la buena fe exige que se cumpla lo convenido).

La antigua fides -además de valor y estandarte del pueblo romano- es entonces el “fundamento de todas las obligaciones no formales”, pues es el respeto que se le profesa lo que hará “social y éticamente exigibles el cumplimiento de los acuerdos o pactos libres de forma y de reconocimiento legal, con anterioridad a su sanción en el edicto pretorio” , lo cual es más fácilmente comprensible si se recuerda que las relaciones de fidelidad en la antigua Roma originariamente no producían obligaciones civiles, ni se encontraban reguladas por el derecho arcaico, es decir, no contaban con un amparo de carácter judicial. De hecho, señala la doctrina, el derecho entonces “regula muy pocos aspectos civiles fuera del ámbito penal, precisamente porque en aquella época se tiene cierta reticencia a limitar la actuación humana mediante reglas fijas y predeterminadas, y se prefiere dejar la rectitud de la conducta a la libertad de las personas, porque se parte de la base de que la fuerza vinculatoria de la fides, desprovista de sanción formalmente jurídica, guiará más eficazmente la actuación de los particulares en el desenvolvimiento de sus relaciones sociales, porque la sociedad la considera en sí misma válida. Si acaso, se teme eventualmente a la imposición de una sanción de carácter religioso, y más tarde, a una nota de infamia”.

2. La exigencia de corrección y rectitud en el comportamiento proviene de la ‘bona fides

Ahora bien, aun si hay acepciones de la fides que se alejan de esa que la tiene como “pacto voluntariamente asumido y del símbolo de la mano” , no obstante, ninguna de ellas parece traducirse en la exigencia previa de un comportamiento determinado.
Una concepción tal solo aparecerá en el marco del derecho de gentes, el derecho internacional romano, que tiene un punto de inflexión en el año 242 a.C., con la creación de la magistratura del pretor peregrino , frente al cual la fides implicará no sólo el deber de cumplir lo pactado sino además el obrar en forma honesta ; de allí que se diga que si la fides es primitiva, la bona fides es pretoria.
Y no es que la fides no involucrase por sí misma ya un criterio ético, sino que -desde que ella se convierte en el fundamento de las obligaciones- resulta imperioso el establecimiento de un modelo de comportamiento conforme con esa fides, que no será otro sino el de la fides propia del bonus vir; de donde, “bona fides”, buena fe .
La fides, entonces, impone ahora una regla de conducta , aplicable y vinculante tanto para peregrinos como para romanos , frente a cuya violación puede demandarse ante el pretor. Deja, pues, de ser “una noción desprovista de sanción jurídica, para convertirse en un elemento vinculante” , tal como para los pactos aparece en el edicto del Pretor, donde el principio de bona fides tiene fuerza vinculante, y del que “seguramente proviene el principio de pacta sunt servanda” . Pero no sólo para los pactos -y luego, para los contratos consensuales- pues la buena fe se extenderá finalmente más allá, para permear e incidir en todo el mundo de los contratos como un elemento propio de la materia .
Todo lo cual deja en evidencia, una vez más, el papel protagónico que desempeñó la jurisprudencia -especialmente desde finales del siglo III a.C. – en la corrección y construcción del derecho privado romano, que –tal como lo afirma KUNKEL- acomodó éste “a las exigencias que planteaba la evolución económica y una conciencia jurídica orientada hacia los principios de la lealtad (fides) y de la equidad (aequitas), todo ello sin que necesitara de una gran cooperación del factor legislativo, sino únicamente a través de la práctica judicial” .

3. La función integradora de la voluntad de las partes que absuelve la ‘bona fides’

Luego, entre las diversas funciones que adquirirá la buena fe, destaca la función integradora de la voluntad de las partes, que en las fuentes aparece por ejemplo en:

Gai. Inst. 3, 137 (relativo a la ejecución de los contratos consensuales): “Item in his contractibus alter alteri obligatur de eo, quod alterum alteri ex bono et aequo praestare oportet; cum alioquin in verborum obligationibus alius stipuletur, alius promittat, et in nominibus alius expensum ferendo obliget, alius obligetur” (Del mismo modo, en estos contratos [los consensuales] una parte se obliga hacia la otra a aquello que cada una de ellas debe prestar frente a la otra sobre la base de lo bueno y lo equitativo, mientras que en las obligaciones [derivadas de contratos] verbales una parte se hace prometer y la otra promete, y en los créditos [derivados de los contratos literales] una parte, anotando por escrito [una suma] como debida, obliga a la otra y la otra resulta obligada).

En este pasaje se tiene a la buena fe, en efecto, como fuente primaria de integración de la relación , como instrumento de realización de la voluntad de las partes “de la manera más correcta y conforme con los recíprocos intereses” ; idea que trascenderá al derecho clásico, por la inclusión de sus enseñanzas en el Corpus Iuris Civilis de Justiniano.

Pero, ¿puede esta buena fe integradora de la voluntad de los contratantes llegar a permitir o, incluso, a promover la modificación, adecuación o terminación del contrato cuyas condiciones se han visto sensiblemente modificadas después de su celebración en detrimento de una de las partes? Es decir, ¿es posible que en virtud de un desequilibrio sobrevenido e inculpable del contrato, imprevisto e imprevisible para las partes en el momento de su celebración, pueda dispensarse al deudor del cumplimiento de la prestación en los términos en que ésta fue inicialmente asumida?

Hablamos acá naturalmente de la excesiva onerosidad sobrevenida, que no identificamos necesariamente con una difficultas –porque, incluso, es posible que al deudor le resulte fácil cumplir – sino con determinadas circunstancias que vuelven “pésimo un contrato que ayer era óptimo” , en virtud de que se ha perdido el equilibrio contractual, la congruidad de las prestaciones, en definitiva, la justicia contractual.
¿Prima en estos casos la omnipotencia de la voluntad, la sacralidad del contrato, o se impone proyectar esa voluntad inicial de los contratantes “más allá de la barrera del tiempo”? . En definitiva, la pregunta es si, con base en la buena fe, es posible aliviar la tensión existente entre el principio pacta sunt servanda y los eventos sobrevinientes que alteran los términos iniciales del contrato violando el sinalagma contractual (sin que por ello pueda entenderse que trata de burlarse el compromiso contractual).

Bien, la respuesta dependerá, como veremos enseguida, del período histórico y de la coyuntura socio-política de que se traten.

4. La cláusula ‘rebus sic stantibus

En el Derecho Romano ciertamente no encontraremos un principio general sobre la excesiva onerosidad sobrevenida, probablemente en virtud de que, como todos sabemos, “el fuerte del espíritu romano no era la síntesis teórica, sino la resolución justa del caso práctico” . Sin embargo, la cláusula rebus sic stantibus, entendida como “una condición implícita de acuerdo con la cual un contrato es vinculante sólo en la medida en que las circunstancias sigan siendo las mismas que existían al momento de su celebración” , tiene al menos sus antecedentes remotos en el Corpus Iuris Civilis de Justiniano, donde encontramos dos pasajes que, según han determinado los estudiosos , constituyen la base histórica de la misma:

D. 46.3.38 pr. Africano; Cuestiones, libro VII.- Cuando alguno hubiere estipulado que se le dé á él ó á Ticio, dice que es más cierto que se ha de decir, que se le paga bien a Ticio, solamente si permaneciera en el mismo estado en que se hallaba cuando se interpuso la estipulación. Mas si se hubiere dado en adopción, ó hubiere sido desterrado, ó se le hubiere puesto interdicción en el agua y el fuego ó se hubiera hecho esclavo, se ha de decir que no se le paga bien; porque se considera que tácitamente es inherente a la estipulación esta convención, si permaneciera en el mismo estado.

En este pasaje se restringen las consecuencias de la stipulatio al mantenimiento de las circunstancias imperantes al momento de la convención. Es decir, es condición implícita del contrato, el que sus términos iniciales se mantienen en tanto no se modifiquen sustancialmente las circunstancias que rodearon el perfeccionamiento del negocio jurídico; con lo que el principio pacta sunt servanda vería enervado su absolutismo.

D. 12.4. 8. Neracio; Pergaminos, libro II.- Lo que escribe Servio en el libro de las dotes, que si se hubieran contraído nupcias entre personas de las cuales una aún no tuviera la edad legal, puede repetirse lo que entretanto se hubiera dado a título de dote, se ha de entender de este modo, que si se sobreviniere el divorcio antes que ambas personas tengan la edad legal, haya la repetición de aquél dinero; pero que mientras permanezcan en el mismo estado de matrimonio, no pueda repetirse esto, no de otra suerte que lo que la esposa hubiere dado al esposo a título de dote, mientras subsista entre ellos la afinidad; porque de lo que se da por esta causa no habiéndose consumado todavía el matrimonio, como quiera que se dé para que llegue a constituir la dote, no hay la repetición, mientras puede llegar a constituirla. 

En este otro pasaje se dispone que no hay derecho a la restitución de la dote mientras sea posible el hecho eventual a la que quedó inicialmente sujeta (ulterior eficacia del matrimonio inicialmente inválido o cumplimiento de la promesa de matrimonio); mientras sea posible la verificación de tal evento, es decir, mientras no haya un cambio de las circunstancias, no se tendrá derecho a la restitución (cláusula rebus sic se habentibus).

Durante el renacimiento medieval del derecho romano (s. XII), con los glosadores, se consideró que los citados pasajes del Digesto justificaban la enunciación de un principio general por el que se entendiera que la validez de todo contrato se encontraba sometida a la condición tácita del mantenimiento de las condiciones imperantes al momento de la celebración de la convención , a lo que denominaron cláusula rebus sic stantibus. En la construcción de la teoría, los juristas medievales se basaron además en fuentes literarias clásicas, cuales son:

Cicerón, De officis, III, 25, 94 y 95: “Ni tampoco se deben mantener las promesas si no es en beneficio de aquellos a favor de quienes se han hecho […]. Por lo tanto a veces las promesas no se pueden mantener, ni son siempre los depósitos restituidos. Si uno te había depositado una espada cuando él estaba en su sano juicio, y fue a pedírtela en un arrebato de locura, restituírsela sería un error, no restituírsela es tu deber”.

Séneca, De beneficiis, IV, 35,4 y 39,4: donde se sostiene que la palabra sólo vincula si se mantiene el estado de cosas inicial.

También, el cuerpo de leyes canónicas (s. XII-XIV) previó de alguna forma -tal como lo hiciera el Corpus Iuris Civilis- la cláusula rebus sic stantibus, a través de un texto de San Agustín contenido en el Decreto de Graciano que data del 1140-42 (Causa XXII, Quaestio II C. 14). Para la edificación de la teoría, luego el escolástico Santo Tomás de Aquino (1225-1274) se inspiró en la filosofía aristotélica . En fin, bajo la influencia del derecho canónico, la cláusula se aplicará con gran amplitud durante todo el Medioevo.

Más tarde, los post-glosadores o comentaristas (siglos XIV–XVI) Bártolo (1313-1357) y Baldo (1327-1400), basados en el pasaje de Neracio, interpretaron la superviniencia como una convención tácita presente en cierto tipo de contrato. Efectivamente, partiendo de la distinción entre contratos qui unico momento perficitur y contratos qui habent tractum successivum, que -como señala CHAMÍE- se atribuye precisamente a Bártolo, “se observa que si el momento de la ejecución del contrato coincidía con el de su celebración, era suficiente que el equilibrio de las prestaciones estuviese presente en tal momento inicial, en caso contrario el contrato corría el riesgo de ser rescindido o modificado debido a laesio enormis; si, por el contrario, la ejecución del contrato era diferida, el equilibrio de las prestaciones debía durar hasta el momento de su ejecución, pues de otra forma habría una laesio superveniens en aplicación de la cláusula rebus sic stantibus y el contrato tendría que darse por terminado o ser modificado conforme a equidad”.

Sin embargo, fue tal la amplitud con que luego los postglosadores aplicaron la cláusula, que –se sostiene- la condujeron por los caminos del abuso, sin que pudiera conciliarse con ese otro principio rector de los contratos: pacta sunt servanda.

Y esa es la razón por la cual, ya en el siglo XVI, los humanistas (de la mano de Andrea Alciato, quien fuera precursor de la Escuela Histórica) pretendieron restringir su aplicación, dando a las fuentes romanas que hemos citado una interpretación exegética, de manera de no sacrificar el principio pacta sunt servanda, que resultaba de hecho más adecuado a los intereses del capitalismo moderno que comenzaba a gestarse.

Posteriormente en el siglo XVII, el iusnaturalista Hugo Grocio (De jure belli ac pacis), si bien no reconoce abiertamente la existencia de un principio general según el cual en todo contrato se encuentra implícita la cláusula rebus sic stantibus, sí establece los presupuestos necesarios para apelar a la imprevisible variación de las circunstancias en aras de la revisión judicial de los contratos (con base, nuevamente, en los textos de Cicerón y Séneca).

También Puffendorf (De jure natura et gentium) es cauteloso en la aceptación, en calidad de principio general, de la cláusula rebus sic stantibus, circunscribiendo su procedencia a presupuestos determinados (sólo cuando la única o la principal causa de la promesa haya desaparecido), pues entendía que el deber más importante que puede reclamarse judicialmente es aquél que prohíbe lesionar los derechos ajenos, específicamente por medio de la ruptura de una promesa.
Por su parte, el derecho codificado, que recibió la fuerte influencia del iusnaturalismo, introdujo con reserva la cláusula rebus sic stantibus en los pocos códigos que la previeron expresamente (ALR prusiano de 1794, ABGB austríaco de 1811) , sometiéndola a requisitos tales que hacían materialmente imposible la revisión judicial del contrato para adecuarlo a las nuevas circunstancias del momento de la ejecución.

De hecho, el emblemático Code Civil francés no prevé la excesiva onerosidad sobrevenida (probablemente porque Domat y Pothier no fueron sus adeptos), y la jurisprudencia civil ha sido fiel hasta hoy a esa posición, negando la posibilidad de revisión de los contratos, “por equitativa que pueda parecer dicha solución”. Así por ejemplo, ha señalado la jurisprudencia:

“En ningún caso corresponde a los tribunales, por equitativa que parezca su solución, tomar en consideración el tiempo y las circunstancias, para modificar lo convenido por las partes y sustituir, por nuevas cláusulas, las que han sido libremente pactadas por los contratantes” .

“Los convenios legalmente pactados tienen fuerza de ley para quienes los han pactado, y ninguna consideración de equidad autoriza al juez, cuando estas convenciones son claras y precisas, a modificar so pretexto de interpretarlas, las estipulaciones que contienen” .

Contrastando así con la que ha sido en cambio la tendencia de la jurisdicción administrativa francesa, que desde la primera post-guerra admitió la posibilidad de modificar el contrato estatal por excesiva onerosidad sobrevenida. En dicho contexto no puede dejar de citarse la conocida sentencia del Consejo de Estado francés del 30 de marzo de 1916, sobre el Gaz de Bordeaux, que efectivamente admitió la modificación del contrato por el cambio sobrevenido e inculpable de sus condiciones iniciales (alza desmedida en virtud de la guerra del precio del carbón -necesario entonces para la distribución del gas necesario para el alumbrado público-). En la misma línea, actualmente el Anteproyecto de reforma del derecho de obligaciones en Francia prevé la posibilidad de renegociación de los contratos de ejecución sucesiva o escalonada (arts. 1135-1 a 1135-3).

Siguiendo al código napoleónico, encontramos al Código Civil italiano de 1865, que tampoco previó una norma absolutamente coincidente con la teoría de la excesiva onerosidad sobrevenida; sin embargo, posteriormente el codice civile italiano de 1942, la consagraría en forma expresa en su artículo 1467 ; por lo que, se sostiene, junto al derecho alemán, el derecho italiano es, en el derecho contemporáneo, el pionero en esta materia.

En relación con el derecho alemán, tenemos que pese a que WINDSCHEID (con su concepto de la presuposición –Voraussetzung- o “condición no expresada” de mantenimiento de las circunstancias) había logrado introducir el principio en el primer proyecto de código civil alemán (de 1888) , la Pandectística lo desterró, a la postre, del BGB, por considerarlo atentatorio contra la seguridad de los contratos. No obstante, la jurisprudencia alemana de los años siguientes se separó del código y siguió en este sentido el pensamiento de WINDSCHEID, pues se consideró que obligar al deudor a cumplir una prestación que lo perjudica debido al cambio imprevisible de las circunstancias originarias, sería contrario al espíritu de los contratos.

Efectivamente, aunque el BGB rechazó nuestra cláusula, la jurisprudencia encontró en los parágrafos 321 y 610, una justificación legal para la aplicación casuística de la misma (tales parágrafos prevén que un cambio sustancial en la situación económico-financiera de una de las partes, da derecho a la rescisión del contrato).

A tal conclusión llegó la jurisprudencia alemana conminada por la situación social derivada de la primera postguerra, que hizo apremiante la aplicación de dicha teoría, por medio de la inclusión en la noción de imposibilidad de la imposibilidad de carácter económico . Pero en realidad es sólo a partir de una sentencia de 1920 que se reconoce la existencia de un principio general por el que debe entenderse que la imprevisible y considerable mutación de las circunstancias iniciales legitima la intervención judicial a efectos de que se produzca la revisión y corrección del contrato para ajustarlo al principio de reciprocidad y equivalencia de las prestaciones.

Finalmente, en el año 2002, con la entrada en vigencia de la reforma del derecho de obligaciones en Alemania, se codifica la figura de la “alteración de la base negocial” (atribuida a PAUL OERTMANN) o Geschäftsgrundlage (§ 313 BGB), que es una suerte de ‘objetivación’ del concepto de presuposición de WINDSCHEID (ya no se referirá más al querer interno de uno de los contratantes sino que estará constituida por “aquella representación mental de una de las partes en el momento de celebrar el negocio jurídico, conocida en su totalidad y no rechazada por la otra parte, o la común representación de ambas partes sobre la existencia y aparición de ciertas circunstancias, en las que se basa la voluntad negocial” ).

En Europa, también prevén en forma expresa la excesiva onerosidad sobrevenida los códigos civiles de Portugal (art. 437), Holanda (art. 6.258), Grecia (art. 388), Hungría (§ 241), Checoslovaquia (§ 212), Rusia (arts. 450-451), Polonia (art. 269), y también, la Propuesta de Anteproyecto de Ley de Modernización del Código Civil en materia de Obligaciones y Contratos de España (art. 1213).

En lo que hace a los ordenamientos latinoamericanos, influenciados en su mayoría por el individualista Code Napoléon (bien por su propio influjo o por el que sobre ellos ejerciera el codice civile italiano de 1865), tenemos que la tendencia ha sido la de darle preponderancia a ese principio privilegiado por el iusnaturalismo como es el pacta sunt servanda (no obstante, la ciencia jurídica en general, doctrina y jurisprudencia, han buscado remediar esta situación, acudiendo al principio rector del roman law, la buena fe -y la equidad-).

Efectivamente, en el Código Civil colombiano (1873), por ejemplo, no hay consagración de carácter general del principio de la imprevisión; a lo sumo podemos encontrar una ‘ligera’ referencia al mismo en los artículos 2060, regla 2ª, y 1932 (parte final) del Código Civil . Pero, aun a falta de texto normativo con vocación de generalidad, la imprevisión fue reconocida en calidad de principio general del derecho por la jurisprudencia civil de los años 30’ del siglo pasado , para después ser desterrada de ese su territorio inicial y ser recibida en el campo administrativo . Normativamente se reconocería en el año de 1971, con ocasión de la promulgación del Código de Comercio , el cual siguió muy de cerca al Codice civile italiano.

Por su parte, tampoco previeron la teoría de la imprevisión los códigos civiles de Chile, Ecuador, Uruguay y Venezuela. De hecho, éste último se muestra contrario incluso a cualquier aplicación particular de la teoría, como se evidencia en el art. 1638 , que señala que el aumento de los insumos o del costo de la mano de obra, empleados por el arquitecto o empresario deudor, no justificarán un aumento del precio inicialmente convenido.

También, su más calificada doctrina se opone a la teoría, o por lo menos a una aplicación generalizada de la misma. En este sentido, el tratadista MÉLICH-ORSINI sostiene:

“El principio de la intangibilidad del contrato significa, pues, que las partes no pueden sustraerse a su deber de observar el contrato tal como el fue contraído, en su conjunto y en cada una de sus cláusulas. Pero significa además que ninguna consideración de piedad o de equidad, por mucho que golpee su conciencia, autoriza al juez para modificar los efectos de un contrato, ni de oficio ni a petición de alguna de las partes, ya que al juez no le está permitido preocuparse por la mayor o menor severidad de las cláusulas aceptadas libremente y por las consecuencias más o menos perjudiciales que de las mismas pueden seguirse para alguna de las partes” .

Por el contrario, los más recientes códigos (o reformas) civiles latinoamericanos sí previeron en forma expresa la excesiva onerosidad sobrevenida, como concesión al principio del favor debitoris, o mejor, en aras de la tutela del llamado ‘contratante débil’. Así, los códigos civiles de: Guatemala (reforma de 1963) ; Bolivia (1976) ; Paraguay (1987) ; Brasil (2002) , Argentina (reforma por Ley 17.711) , Cuba (1987) y Perú (1984) . Recientemente, el Código Civil para el Distrito Federal de México, a través de la reforma del 22 de enero de 2010, modificó su art. 1796 y agregó los artículos 1796 bis y 1796 ter, para incluir la teoría de la imprevisión ; sin embargo, es necesario recordar que dicha teoría en México ya se encontraba contemplada en varios de los 32 códigos civiles locales correspondientes a cada entidad federal de la Unión (estados de Veracruz, Aguascalientes, Chihuahua, Jalisco y Guerrero, entre otros).
Así mismo, prevén la teoría de la imprevisión los Principios UNIDROIT sobre los Contratos Comerciales Internacionales , y los proyectos europeos de unificación en materia de contratos, como los Principios de Derecho Contractual Europeo o Proyecto Lando , el Proyecto de Código Europeo de los Contratos o Proyecto Gandolfi y el reciente Draft Common Frame of Reference o Proyecto de Marco Común de Referencia , el cual la considera incluso aplicable no sólo a los contratos, sino a los actos jurídicos unilaterales.

5. La ‘bona fides’, en el marco de la excesiva onerosidad sobrevenida, puede ser fuente de responsabilidad civil

Ahora bien, la buena fe hoy no sólo se constituye en el fundamento para la intervención del juez en el restablecimiento del equilibrio prestacional por excesiva onerosidad, sino que se configura como una posible fuente de responsabilidad, tanto para el acreedor como para el deudor. Para el primero, en la medida en que no cumpla con el deber jurídico de estar presto a la revisión ; y para el deudor, en el caso de inejecución o suspensión del cumplimiento de la prestación en pendencia de la (eventual) revisión del contrato.

En efecto, se señala que entre los deberes que surgen hoy de la buena fe contractual, se comprende el de la revisión del contrato, so pena para el acreedor “de la resolución del mismo por incumplimiento, el cual se configura por la violación de la buena fe en la ejecución, que resulta de la negativa a someterse a la renegociación”.
Por su parte, de acuerdo con la tendencia mayoritaria, ante una excesiva onerosidad sobrevenida, el deudor no se encuentra legitimado para suspender la ejecución de la prestación ni, tanto menos, para entender extinguida su obligación, dado que tal evento “no produce ningún efecto liberatorio automático” . La única opción para el deudor –y ello, en caso de admitirse por el ordenamiento de que se trate- es la solicitud de adecuación o, en su defecto, de terminación del contrato, debiendo en el entretanto ejecutar su prestación a los efectos de no incurrir en responsabilidad contractual por incumplimiento. Una opinión minoritaria –a la que adherimos-, por el contrario, sostiene que para que el remedio se constituya en una tutela realmente efectiva, el deudor sí debiera encontrarse legitimado para suspender la ejecución de la prestación en pendencia del juicio por excesiva onerosidad , dado que “la demanda, como ejercicio del derecho del deudor a la re-determinación judicial de la prestación, vuelve ilíquido el débito” ; y en todo caso, con posibilidad de responsabilidad por daños frente al acreedor si el juez llega a determinar ex post que la suspensión no se encontraba justificada en absoluto o, al menos, en la medida en que se llevó a cabo . En cualquier caso, esta facultad sólo procedería dentro del campo del contrato de derecho privado, dado que en el contrato estatal, por encontrarse de por medio el interés general, y en muchos casos, incluso la prestación de un servicio público (que ha sido, a su tiempo, la razón por la que el derecho administrativo ha recibido más fácilmente la teoría de la imprevisión: preservar la prestación de un servicio de interés general yendo en auxilio del contratista) , no sería admisible la suspensión.

6. Reflexión final

Para concluir, está claro que hoy día nadie duda de la vigencia y supremacía de los principios generales del derecho. Aun en los ordenamientos en los que no se encuentran expresamente consagrados, ellos se reconocen como el contenedor apolíneo de todo el sistema, constituyendo la base pero también la razón última de todas las resoluciones judiciales.

El principio del contrato-ley (o pacta sunt servanda) no se considera hoy un principio aislado, sino que se encuentra haciendo parte de un conjunto armónico de principios; por lo que debe entenderse que su interpretación y consiguiente aplicación no puede lograrse sanamente sino integrándolo necesariamente con otros principios de igual valor. Es decir, se parte del aserto de que los contratos deben cumplirse según lo acordado inicialmente por las partes, tutelando así el crédito y la seguridad del tráfico comercial; pero por otra parte se reconoce que la intervención de circunstancias que escapan a toda previsión de las partes y que modifican sustancialmente dichos términos iniciales, justifican la revisión judicial del negocio, con miras a su adecuación a las circunstancias del momento de la ejecución, o en su defecto, a que se decrete su terminación (cláusula rebus sic stantibus); todo ello en función de la bona fides, y la aequitas, que ciertamente está para corregir la solución inicua a la que conduciría la inexorable generalidad de la ley aplicada al caso concreto.